Roberto caminaba por la acera y cruzaba aquellos puentes que no llevaban a ninguna parte. Las aguas los rodeaban y las esferas. La simetría de polígonos. Los coches pasaban de tanto en tanto y el calor llenaba el paseo. Una fortaleza blanca hacia su derecha, un extraño templo de reuniones con amigos a su izquierda, y, enclaustrado, un ala de conocimientos, en un micro cosmos de edificios. A veces deseaba llamarse Paco o de cualquier otra manera, y se preguntaba si ser otro podía hacer que algún aspecto de su vida fuera mejor. Su respuesta siempre fue no.
¿Salir o no salir? Esa era la cuestión. Quizá debía coger aquella carretera, bajar a las manadas de evasiones hacia algún lugar. ¡A no tantos kilómetros estaba el aeropuerto!
Al fin y al cabo, tenía dinero como para hacer un viaje y vivir fuera. Encontrar el trabajo tan difícil de encontrar aquí, ese trabajo soñado, el que el destino inhóspito mantenía lejos de la fortaleza blanca en la que sanar el alma y aun más lejos de los verdes pastos de la cárcel de conocimiento.
Miró otros rincones de mi ciudad y de su pasado. Trató de encontrar aquel Imagina que se perdía en la bruma del tiempo, a medio camino de cavernas pobladas por gusanos gigantes muy ruidosos. Lo que no sabía era que el hogar es un privilegio, que estar en otro país no anula la propia ciudad ni la necesidad de ella, que siempre será parte de nosotros y estar lejos sólo supone distancia, no una vía de escape.
Sólo es cruzar el puente a ninguna parte.